¿No
te jode? Hijos de puta. Sabes a lo que me refiero, ¿verdad? A cuando
es domingo y no tienes nada, y cuando digo nada quiero decir NADA,
que comer en casa y es demasiado tarde para pedir algo a domicilio y
aunque no lo fuera no tienes nada suelto con que pagar, así que
abres todos los muebles de la cocina, rebuscas en la nevera, intentas
no pensar en cómo te rugen las tripas y entonces, en ese preciso
momento, cuando estás haciendo un terrible esfuerzo por no
desfallecer y caer desmallado víctima de la inanición, a través
del patio de luces, ascendiendo como solo un ángel podría elevarse
a los cielos, entra ESE aroma, el olor de la cena que se están
preparando tus vecinos, un olor tan delicioso que casi podría
alimentarte, pero que por desgracia no lo hace. Joder, qué bien
huele, y tú sin nada que llevarte a la boca. Por el amor de Dios,
que cierren la ventana. Qué tortura. Qué suplicio. Qué martirio.
Qué horror. ¡Qué hambre!
No
aguantas más y te pones en plan proactivo y decides que ya es hora
de poner solución a tus problemas. Sales de casa, bajas las
escaleras y timbras en la puerta de tus vecinos. Sale uno de ellos,
sonriente hijo de puta, también tú sonreirías si estuvieras a punto
de degustar esa ambrosía divina, y le dices oye, perdona, no quiero
molestar, pero me puedes dar una pizca de sal, como si tú, pobre
mortal, también estuvieras cocinando algo más que tus propios jugos
gástricos en su salsa. Vuelve al cabo de un instante con un paquete
de sal, ya me lo devolverás, y tú le dejas caer lo bien que huele,
mientras luchas por contenerte y no hincarte de hinojos para lamer
las manchas de tomate de su mandil. Verdad que sí, te contesta,
siempre sonriente, pero no capta la indirecta, o la capta pero no
quiere compartir, el caso es que no te pregunta si quieres pasar a
participar de su banquete o si te gustaría un pedacito de su festín
para llevar, quizás, valiente cretino, porque al pedirle sal,
llámale loco, él deduce que tú también te estás preparando la
cena.
Vuelves
a tu casa maldiciendo para tus adentros con el paquete de sal en la
mano, pensando que en su lugar debiste haberle pedido el calcetín
que hace meses que se te cayó en su tendal, así por lo menos
tendrías algo que llevarte a la boca. Decides poner la televisión,
a ver si con suerte echan alguna noticia del PP y se te quita el
apetito. Pero en lugar de eso no paran de salir esos anuncios de
niños famélicos y desnutridos, rodeados de miseria, llorando, y no
puedes evitar sentirte tan identificado. Y entre los anuncios de
niños hambrientos, prueba irrefutable de que detrás de la
programación televisiva se encuentra algún desalmado hijo de
Satanás, aparece el anuncio de una lasaña deliciosa, recién
horneada, que hace que tu estómago se retuerza un poco más, y venga
otro anuncio de niños llorando, sin un mísero pedazo de pan, con
sus barrigas hinchadas, y el alma se te cae a los pies mientras en la
pantalla aparece un número de teléfono, con una pequeña ayuda, con
un pequeño gesto, un simple mensaje de texto, puedes salvar una
vida, y estiras la mano hacia tu móvil y te das cuenta de que
Domino's no cierra hasta las doce y se puede pagar con tarjeta.
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